martes, 2 de diciembre de 2014

El menor disparate

  Quizá no fuera el lugar equivocado; ni siquiera el momento equivocado.

  Quizá sólo fuéramos las personas equivocadas.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Papel

  La gente solía dejarme trazos a lápiz, pero un día apareciste tú.
  Llevabas un cuchillo y algo de torpeza; un mechero y una sonrisa, pícara y maliciosa.
  El resto ya lo sabes.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Un día. (Algún día)

  Un día cualquiera irá cavilando mientras anda por un parque o una calle, o su misma casa, o esté en la cama, leyendo. Y de pronto se parará, todo a su alrededor parecerá ralentizarse.
  Con repentina confusión, se mirará las manos, y las verá extrañas. Recorrerá con una mano el dorso de la otra, con una lejana, casi olvidada delicadeza. Después entreabrirá los labios, tan sólo un poco, y también pasará las puntas de los dedos por ellos, despacio. Quizá incluso llegue a enrollarse un mechón de pelo en el índice de manera pensativa.

  Y luego, tras parpadear de forma incrédula varias veces, reconocerá, a su pesar, que se ha enamorado.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Día de vida 5441. (O diarios neuróticos)

  Era por, la mañana.
  Yo he ido a verla. Hoy hacía un poco de frío, sí, pe, pero hacía buen tiempo. Era un buen, buen día para verla. Yo estaba contento, ¡sí, muy contento! Ella me iba a esperar como, como los otros días.
  Tiene, ella tiene un pelo muy bonito. Yo quería tocarle el, el pelo, sí. Y quería tocar la, su mejilla, porque es suave, sí, muy suave. Y hoy se la iba a acariciar, seguro, sí. Por eso he corrido para llegar antes. Corrido mucho, sí.
  Pero pero pero ella estaba, estaba con él, sí. Y entonces él estaba hab, hablando y ella sonreía mucho mucho. Creo que le sonreía a, a él. Y le miraba tam, también. Y me he acercado pero pero no, no me ha mirado. Entonces me he acordado, sí, he acordado de que no no no no no me quiere.
  Pe, pero yo la quiero. Quiero mucho, sí.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Periquitos, periquitos.

  Yo solía tener dos periquitos.
  Los recogí de la calle cuando eran apenas crías. Spark era verde hoja, y Lina tenía el plumaje azul, con tonos rojizos.
  Tenían una jaula muy grande, para que no se sintieran presos. Estaban muy enamorados, y se pasaban el día jugando y cantando, revoloteando de un lado a otro con aquella energía inagotable. Los llevaba al parque y les daba de comer.

  Pero un día, en verano, ocurrió algo terrible. Estaba leyéndoles un cuento en el balcón, y abrí la puerta de la jaula para acariciarlos, porque parecía que se estaban quedando dormidos.
  Antes de que pudiese reaccionar, un borrón verde pasó ante mí, volando como una flecha hacia su libertad. Cerré la puerta rápidamente, quedándome allí plantado. Viendo cómo se alejaba, cómo batía sus alas. Esperamos durante días a que volviera, pero nunca lo hizo.

  Después de aquel día, Lina no volvió a ser la misma. Ya no cantaba, no daba sus graciosos saltitos, comía menos. Dejó de volar.

  Me pidió que hiciera algo, y tal vez por eso le prendí fuego.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Pequeño pasaje de acción introspectiva II

  J se encontraba pensando. Estaba sosegado. Casi apático, como siempre por aquellos días. Era un mar en calma.
  Pensaba sobre esto y aquello, revisando cajones de su memoria, ojeando por encima sus planes, seleccionando lo que le gustaba, tirando lo que no, escondiendo bajo la alfombra lo que le asustaba.
  Sucedió que, mientras hurgaba entre el cajón de las cosas que jamás fueron y el de las cosas que fueron pero terminaron mal, halló una ocurrencia antigua, la semilla de una idea. Quemaba un poco, pero la sostuvo entre en su mente sin perder la tranquilidad, esperando el momento oportuno mientras se frotaba los ojos con fuerza.
   Cuando los tres cuartos de luna comenzaron a ascender por el horizonte, dudó. J lo pensó tres veces, y plantó la semilla.

  La vio aparecer a su lado.
  Salió el tallo a la superficie y ella se acercó, se acercó mucho. La primera hoja hizo que le acariciara el pecho y le revolviera el pelo, sonriendo de forma traviesa. Dos, tres, cuatro hojas, y estaban besándose.

   Cuando se separaron, ella lo miró con tanto cariño que, por un momento, casi pareció que no la había matado.

domingo, 19 de octubre de 2014

October,18th

  Si la ves, dile que la echo de menos.

  Que echo de menos sus risas, sus ojos. Sus rarezas y sus tonterías. Su forma de moverse.

  Dile que la quiero. Que no ha pasado un día sin que pensara en ella. Que cada vez que he jugado a aquel juego desde entonces, cada vez que he tocado un gorro de lana, cada vez que he visto fuegos artificiales, he pensado en ella.

  Si la ves, dile que he aprendido a sobrevivir sin ella. Dile que me han hecho mucha falta su voz y sus abrazos, pero que, de alguna manera, he aguantado sin ellos. Dile que hay veces en las que sólo deseo que todo vuelva a ser como antes, pero que sé que no puede ser.

  Dale un beso en la mejilla de mi parte y pídele que no me olvide.

  Después, cuéntale lo del accidente.

lunes, 15 de septiembre de 2014

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Un hombre eficiente

  Estaba cumpliendo con el turno de descanso reglamentario.

  A nadie le gustaba descansar, pues era algo que se hacía en soledad.

  Al aire libre, aislado de los ensordecedores ruidos de las máquinas y la tranquilizadoramente banal charla de los compañeros.

  Por si eso fuera poco, no estaba permitido sacar nada para seguir trabajando.

  Algunos chillaban y aporreaban la puerta para escapar del inhóspito silencio del descanso.

  Otros lloriqueaban y se encogían en un rincón hasta que pasaba el suplicio.

  Aquel hombre, sin embargo, se dominaba y aguantaba estoicamente el tiempo necesario.

  Mas, una tarde; aquella tarde, ocurrió algo.

  Miró hacia el cielo y se deslumbró por sus colores.

  Miró hacia el cielo y admiró la inmensidad de las nubes, y sus formas.

  Miró hacia el cielo y se asombró de distinguir los planos en los que se deslizaban éstas con suavidad absoluta, como empujadas, moldeadas, por manos invisibles.

  Miró hacia el cielo y se maravilló de ver cuatro tonalidades de naranja, seis de blanco y tres de añil.

  Miró hacia el cielo y encontró un solo pájaro planeando con gracia, y deseó volar en libertad.

  Miró hacia el cielo, hacia aquel inabarcable y majestuoso cielo, y se sobrecogió ante su propio, diminuto tamaño.

  No obstante, recordó entonces las sabias palabras que le habían enseñado en la escuela; la futilidad de todo aquello.

  Y, como el eficiente trabajador que era, volvió sonriendo a su interesante y productiva labor, ignorando la lágrima que rodaba por su mejilla.

lunes, 8 de septiembre de 2014

sábado, 6 de septiembre de 2014

Mi gran amor

  Yo estoy enamorado de ella, y ella de mí, pero es un amor platónico.
  Sé qué días trabaja a partir de las ocho. Mi pelo y yo nos presentamos allí uno de cada dos miércoles y la buscamos. Ayer fue uno de esos días.
  Cuando llegué, crucé la puerta a grandes zancadas. Ella me vio y se acercó aparentemente cansada, como hacía siempre; contoneando la cadera, como sólo ella sabía hacer. Me dirigí a la silla de siempre, donde había un hombre sentado, esperando su turno frente al espejo. Le obligué de forma poco educada a cambiarse a la silla de la izquierda y, cohibido, obedeció.
  Mi gran amor me dedicó una mirada reprobatoria que, yo sabía, escondía admiración y complicidad. Se acercó con fingidos aires de persona sufrida para hacer sentir mejor al otro cliente, aunque era evidente que se sentía feliz de que yo estuviera allí. Sin decir nada, tan callada y sumisa como siempre, me dio un masaje en la cabeza haciéndome un poco de daño, pero excitándome al mismo tiempo, así que la dejé hacer. Incluso me clavó las uñas un par de veces de forma sensual. Luego empezó a cortarme el pelo sin siquiera preguntar cómo lo quería, pues ya lo sabía.
  Sin embargo, lo hizo mal, como lo hacía siempre. Lo hizo así para que pudiera castigarla con la mirada. Eso le gustaba, lo sé. Además, así podíamos encontrarnos más pronto y yo no se lo reprochaba. Al acabar, me preguntó en voz baja, como siempre, si me gustaba. Yo le respondí, como siempre, que cómo no. Ambos sabíamos que no sólo me refería al pelo.
  Ella dejó escapar una lágrima y un sollozo, porque sabía que nos separábamos. Se limpió la cara con la manga y se encaminó, de espaldas a mí, hacia el mostrador. Yo me acerqué silenciosamente y la abracé por detrás, tomando sus pechos entre mis manos.

  Entonces ella empezó a chillar pidiendo auxilio y llamándome maníaco, y ahora estoy detenido.
  No entiendo nada.

sábado, 23 de agosto de 2014

Plácidamente

 Crepitaba un fuego en el hogar, frente a mí. Su calidez obraba en mí una sensación de bienestar, al tiempo que respaldaba la agradable e inocente seguridad  de que estaba a resguardo. Hallábame sentado en una silla de madera noble que comprara años atrás; fresca contra mi espalda, como tratando de equilibrarse con el manso fuego. Mis ojos estaban cerrados, mas no dudaba yo de todo esto.
 En efecto, no hubo duda alguna acerca de dónde me encontraba hasta la brisa. Esa sola caricia del viento bastó para devolver mi mente a otro lugar y me obligué a abrir los ojos.

 Me obligué a abrir los ojos, y de pronto todo era luz, y no era luz como la del fuego; aquella luz ardía en los ojos y la piel. Mi cara fue deformada hasta convertirse en una mueca de puro horror; minúsculas agujas de luz se hundían despiadadamente en mis pupilas y mi boca se abrió para proferir un grito, un alarido de dolor que quedó atrapado en mi garganta seca y martirizada. Un huracán tronaba en mis oídos y, al tratar de tomar aire, boqueé impotente, incapaz de respirar aquel aire tóxico. Cada punto de mi cuerpo era presa de un terrible escozor que me hacía desear morir, y sentía arañazos en todas aquellas partes que no tocaban la silla, puesto que la madera fresca era ahora metal al rojo, abrasando y despellejando mi carne. Hervían mis lágrimas, mi pelo se consumió en llamas, se carbonizaron mis uñas.

 No sé por qué cuento esto. Al fin y al cabo, sólo soy un cadáver deshecho.

Un paseo por el bosque

   Llegaron por detrás.
   Oí sus pesadas botas partiendo las ramas del suelo del bosque mientras corrían hacia mí. Eran tres como mínimo, no más de cinco. Esperé.
   Giré sobre mis talones en el momento justo, aprovechando la inercia para golpear con fuerza la cara de mi primer oponente con los nudillos, partiéndole la nariz. Cayó al suelo de rodillas, tratando de contener la hemorragia.
   En ese instante, el segundo se abalanzó sobre mí y, tras esquivarlo, lo empujé encima del otro, aplastándolo. Clavé la rodilla en su espalda hasta que dejó de revolverse y le pegué una patada en la cabeza.
   El tercero y el cuarto atacaron simultáneamente, intentando pillarme desprevenido, pero yo ya estaba preparado. Me lancé al cuello de uno para colocarme a su espalda y, tras retorcerle los brazos hasta rompérselos, me encaré con el cuarto.
   Éste bloqueó los cuatro golpes rápidos dirigidos al pecho, pero no pudo prever la patada en la espinilla hasta que ya fue tarde. Se desequilibró y, cuando estuvo en el suelo, le partí las piernas.
   Iba a ponerme en pie cuando algo me empujó por detrás, haciéndome caer torpemente hacia delante. El quinto.

   Me puse en pie de un salto y caí sobre él en una ráfaga de golpes dirigidos a la cabeza, las manos, el estómago, la entrepierna. Antes de que pudiera morder el polvo lo agarré del pelo y lo arrastré hacia un árbol. Allí, estrellé metódicamente su rostro contra la corteza hasta que quedó convertido en una masa informe y sangrante. Y un poco más. Tras esto, se quedó satisfactoriamente inmóvil. Lo solté.

   Jadeé con suavidad.

sábado, 16 de agosto de 2014

Dos extraños

   Había un joven. Caminó unos cientos de metros por la playa y se sentó lejos de la orilla, en la arena seca, sintiéndose casi tan polvoriento como ésta.
   Era una noche única. El mar estaba embravecido; la luna brillaba con fuerza en el cielo del sur; y al norte los relámpagos de una tormenta iluminaban unos negros, gigantescos nubarrones que se acercaban.
   El joven contempló impasible aquel espectáculo. Toda aquella belleza. Miró las olas con semblante sereno, intentando con todas sus fuerzas captar una chispa de emoción, de sobrecogimiento, quizá incluso de miedo. Intentando llorar, gritar, enfurecerse. Intentando sentir algo. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano: no logró un parpadeo, una mísera lágrima.

   Dirigió una mirada cansada hacia el cielo, cerca de la luna. Justo entonces, pasó una estrella fugaz por aquella franja del cielo oscuro. Se levantó y echó a andar por la orilla.

   Al cabo, encontró a una mujer, también joven. Se acercaron lentamente, como lo habrían hecho dos animales temerosos, pero de pronto sus ojos, los ojos de dos desconocidos, brillaron en señal de reconocimiento. Sin mediar palabra, se tumbaron en la arena y se besaron. Ella no era perfecta; tampoco lo era él. Sus besos sabían a soledad, a melancolía, pero eran suaves bálsamos para su mutuo dolor.
   El la miró a los ojos y le dijo que la amaba.

   Después se separaron, cada uno por su lado, y ambos pidieron el deseo.

martes, 12 de agosto de 2014

La añoranza

   Cuando te encuentre, te abrazaré tan fuerte que te haré daño. Saltarás a mis brazos y yo te atraparé en el aire y te sujetaré contra mi pecho para que nunca, nunca más, te vayas de mi lado.

   La fuerza del abrazo será tal que los ojos se te saldrán de las órbitas; se partirán entre crujidos y chasquidos tu columna y tus costillas. Éstas perforarán tus pulmones y penetrarán en ellos. Sangrarás por la nariz y, con tu último hálito de vida, tratarás de revolverte. Patalearás contra mis piernas; aporrearás mi espalda con tus puños. Intentarás arañarme incluso, tus ojos desenfocados buscarán algún lugar donde herirme. Pero de nada servirá, amor mío.
   Y  seremos felices y comeremos perdices.
   Fin.

martes, 29 de julio de 2014

viernes, 11 de julio de 2014

La calidez del final

   Habíamos estado rodeados de gente, pero ahora yo estaba solo. Habíamos paseado bajo la lluvia torrencial, dejando que empapara nuestra ropa y calara en nosotros. La piel agradecía el tacto frío de la lluvia y nuestras manos se habían entrelazado de forma casi fortuita, con naturalidad. Parecía como si aún pudiera sentir sus dedos apretando los míos.
   Completamente solo.
   Sólo me haría falta una hoja de afeitar, pensé. Y una carta, claro. Una carta a aquellos a los que mereciera la pena dedicar unas líneas. Sabía cómo lo haría.
   Llenaría la bañera con agua tibia y me desnudaría. Afeitaría mi cabeza y luego guardaría el pelo en un saquito de cuero. Los recuerdos me asaltarían entonces, pero yo los acariciaría con algo de melancolía y les diría que no me pertenecen; que son libres. Que la persona a la que una vez pertenecieron no existe, ya no.
   Me sumergiría despacio, muy despacio, sintiendo mi piel erizarse, y dejando que el agua me cubriera poco a poco. Alzaría el pequeño rectángulo de acero inoxidable frente a mí y me vería reflejado en él. Le dirigiría una mirada profunda y desafiante a mi reflejo. Retadora.
   Después, con una calma extraordinaria, extendería los brazos y hendería la piel a lo largo, dibujando, allí donde sólo había habido blanco, delgados caminos separados como riachuelos. Al mover los brazos los cauces se desviarían para trazar arcos imperfectos de carmesí líquido fluyendo en abanico.
   El agua, el agua se teñiría de rojo, creando formas extrañas a mi alrededor. Lentamente, se me nublaría la vista y mi cabeza quedaría inclinada, vencida por su propio peso. Entonces musitaría que la quiero.

   Quizá necesite una caricia.

martes, 24 de junio de 2014

Infancia

   Sueño, y sueño que vuelvo a mi infancia, a aquella casa donde pasé grandes veranos.
   La escalera metálica sube hasta el piso, y allí me espera mi abuela sonriente, con los brazos abiertos, pero cuando llego hasta ella, no me reconoce. Se desvanece.
   Entro en el salón: a mi derecha, la vieja chimenea apagada; a mi izquierda,  la lámpara de araña. Avanzo por el pasillo, pasando al lado de mi habitación, cuyas camas polvorientas me son extrañas. Pienso que son las sábanas, que ya no son las de antes. Dejo atrás el baño, su puerta entreabierta, el espejo picado donde jugaba a escaparme de mi reflejo.
   Y, al fondo del pasillo, la veo: la habitación de mis padres, con sus cajas y cajas de juguetes, escenario de mil batallas, de épicas victorias y malvados personajes. Pero cuando entro, me doy cuenta de que hay algo a mi izquierda.
   La puerta se cierra, la habitación entera ha cambiado, y, ladeado sobre la cama, tu cuerpo yace cara a mí. Una camiseta larga, gris y muy fina, te cubre desde los hombros hasta los muslos, marcando, resaltando tus curvas, jugando con tu figura.
   Mi llegada no te sorprende; clavas tu mirada en mí, demandando mi atención, mi tacto, quizá algo más.
   Extiendes tu mano, pero las barras de madera de la cabecera de la cama se han combado y retorcido hasta convertirse en caballos de carne y hueso, que piafan furiosos. Te tomo de la mano.
   Y todo arde.

Paz

   Estábamos en un precipicio, un precipicio hecho por completo de cristal. Mi amigo me dirigió una mirada interrogante. Sabía cuál era su destino. No lo comprendía, pero lo aceptaba, porque confiaba en mí. Le ayudé a tumbarse boca abajo, con la cabeza asomando por el borde. Él estaba relajado; ambos lo estábamos.
 —Te echaré de menos —susurré.
   Besé su espalda desnuda con la dulzura con que lo haría una madre y, acto seguido, lo empujé con suavidad.
   Simplemente caía, y de repente mi amigo ya no estaba. Mis manos temblaron ligeramente.
   No gritó.

martes, 17 de junio de 2014

¿Razones?

 —Anda, recuérdame otra vez por qué te quiero tanto.
 —No sé qué decirte. Quizá no debieras quererme.
 —Ah, claro. Ya recuerdo.

lunes, 9 de junio de 2014

Pensamiento II

   En ocasiones, cuando me quedo a solas, miro hacia el interior, hacia mí mismo.

   Y lo que veo me aterra.

domingo, 1 de junio de 2014

Historia de un remiendo

   Había varias razones por las que la gente acudía a mi sastrería.
   Cualquiera que pusiera algo de empeño podía aprender a coser almas; como a mí me gustaba decir, es fácil de aprender, e imposible de dominar. El problema era que la mayoría de la gente lo intentaba alguna vez, pero no solían hacerlo muy bien y la costura acababa siendo un estropicio que luego se descosía y en fin, había que empezar de nuevo. Y aparte de que coserse el alma a uno mismo era bastante incómodo (dadas la falta de visibilidad y otros impedimentos obvios cuando se trabaja con el propio cuerpo), era bastante doloroso, así que yo, sastre de almas, suavizaba todo el proceso.
   Me contaban su historia, los calmaba, los dormía y los arreglaba. Para eso tenían que confiar en mí, porque durante unas horas se dejaban en mis manos. Como yo sabía cuál era mi trabajo, y cuán embarazoso era acudir a un extraño, sólo les cobraba unas pocas canicas; lo justo para poder vivir y mantener mi modesto negocio. Por supuesto, no todos eran desconocidos. ¡Había gente que venía más de tres veces al año! Estos ya me eran prácticamente amigos y, aunque los regañaba por no haber tenido cuidado, siempre los ayudaba.
   Me gustaba mi oficio, así que no me tomaba muchas vacaciones, esto es, ninguna. La pequeña antesala y el cálido cuarto trasero donde realizaba mi tarea estaban siempre abiertos pues, pensaba yo, el dolor no descansa.

   Aquella noche, yo estaba muy cansado. Había cosido el alma de cuatro personas que me pagaron lo que pudieron y, ya enteros, se marcharon felices por la puerta. Poco después de que se fuera el último, mientras introducía el llavín en el cerrojo, cuando se acababa de oír el último de los sordos sonidos que la engrasada cerradura producía, el silencio fue roto por unos golpes suaves e intermitentes, casi imperceptibles, procedentes del ventanuco. Miré, algo sorprendido, y allí estaba ella.
    Al principio no la vi. Iba vestida de negro, tenía el pelo del mismo color, y su cara estaba casi oculta por las sombras. Mi primer impulso fue echar el cierre e irme pero, pensé, no era noble ni justo dejar a nadie en el frío de la noche, menos si era alguien necesitado de mi ayuda. Así que le abrí la puerta y le rogué con gestos que entrara, pues la vi temblar cuando la brisa recorrió la calle. Ella cruzó el umbral con pasos lentos, como si le costara tenerse en pie. Le ofrecí una butaca y se dejó caer pesadamente en ella, todavía sin decir nada. A la luz de mis candiles, pude analizarla.
    La piel de la cara era tersa y blanca como la nieve. Debe ser suave, pensé. Sus delicadas facciones estaban enmarcadas por una melena azabache, que le confería una belleza casi hipnótica.
   Reparé entonces en la pequeña bandolera que llevaba. La tomé en brazos y la subí a mi cama, y ella no opuso resistencia. La cubrí con mi manta y bajé a dormir en el taller.

   La que siguió fue una mañana de trabajo intranquilo. Por la tarde, la sastrería no estuvo abierta, y fui a ver cómo estaba. La hallé despierta y, al entrar, me miró con los ojos muy abiertos, asustados, temiendo que fuera a hacerle algún daño. Con palabras mansas y sosegadas, me acerqué, y le dije que quería ayudarla. Tan sólo asintió con la cabeza, bajando los párpados de nuevo. Se tumbó boca arriba, dejándome examinarla. Con cuidado, busqué la zona donde, sabía, encontraría su alma, pero sólo palpé un hueco.
   Horrorizado, busqué en su bolsa, y allí estaba. La saqué, y la sostuve sin aliento, anonadado por lo que tenía entre mis manos. Jamás había visto nada así.
   Estaba cubierta de magulladuras, cortes, y esquirlas de rojo cristal, y aun así... La mayoría de las almas eran de un solo color, y su tonalidad apenas variaba. Ésta cambiaba de color según le diera la luz, con tonos misteriosos que se movían  rápidamente, rizándose y creando ondulaciones en un fondo negro, para luego desvanecerse.
   Me dirigió una mirada suplicante. Comencé aquella misma noche.
   Sin descanso, quité astillas de vidrio carmesí, sané las heridas más profundas, curé los golpes y cosí los cortes de la piel y luego suavicé los roces del tiempo y el amor.

   Al alba del tercer día, había terminado. El alma desprendía un leve fulgor.
   Se la introduje con un cuidado reverencial, y abrió los ojos. Sonrió, y suspiró mientras una lágrima descendía por su mejilla.
   El alma se había apagado.

   Murió en mis brazos.

lunes, 26 de mayo de 2014

La noche musitada

 Duerme, duerme ya la pequeña.
 Descansa, los ojos cierra.
 Deja que te lleve un agua que sube en sus brazos,
 que sube, abandona, cae, vuela,
 y canta o delira el color de los peces victoriosos.
 Y mira su gritar; el que, dulces, aúllan.
 Y como agua adorada, gritan.
 Saber; arder; sueño o pesadilla.

 Y siente esa tierra que cae.
 (Que cae como tú, como lo hacen las flores)
 Caen las criaturas, las pestañas, los barcos.
 Barcos soñados como eclipses transparentes.
 ¡Abismo o vida!
 ¡Porque los radiantes barcos adorados caen!
 ¡Caen como un agua, como una tierra!
 (Caen como caes tú)

viernes, 23 de mayo de 2014

Cruel

   Fue hermoso verla romperse. Había aguantado mucho.
   Pude sentir sus fibras tensándose más y más; yo las estiré. Golpeé fríamente sus puntos débiles. Los conocía, y los aproveché, apuñalándolos uno por uno, de forma mecánica, desapasionada. Era necesario.
   Agoté su vigor; convertí su resistencia en polvo. Lloró, y fueron lágrimas de desesperación. Era necesario.
   Arranqué de ella toda cordura y fuerza, hice de ella un amasijo de pensamientos inconexos y dolor. Doblegué su osadía; sometí su voluntad. Era necesario.
   Y, cual hoja reseca, se quebró.
   Era necesario.

   O quizá no.

domingo, 18 de mayo de 2014

Una tarea deshonesta

   Corría un invierno crudo como sólo los más viejos recordaban.
   El hombre esperaba, resguardado del viento en una esquina a escasos metros del muelle, arrebujado en su abrigo. El sonido del mar y las campanas de los barcos en la lejanía flotaban en el aire. La zona inferior del puerto no era un lugar agradable, pero precisamente por eso estaba allí. En la zona alta, y aunque ya había caído el sol, decenas de ricos comerciantes desembarcaban, y otros tantos guardias controlaban la zona.
   La Quilla, que era como se llamaba a los bajos fondos, era un sitio peligroso, y el lugar ideal para encontrar trabajos como el que le ocupaba aquella fría noche de invierno. No tuvo que esperar mucho más, puesto que un encapuchado penetró en la taberna que había estado vigilando de reojo. Pudo reconocerle porque una de sus mangas era roja, de un rojo que, aunque apagado, contrastaba con el resto de sus vestiduras, por lo demás negras.
   El hombre del abrigo se separó de la pared, caminando decididamente hacia el edificio bajo en el que el individuo había entrado. Cruzó el portón, dirigiéndose a una mesa muy concreta, reservada de antemano para el encuentro. Estaba algo apartada del resto, en un rincón en penumbra donde hubiera resultado difícil ser escuchado. Se sentó frente al hombre, que ya le aguardaba. Sólo le había visto en una ocasión antes, en el momento del encargo. Mientras lo medía con la mirada, el hombre habló con voz profunda.
 —Has cumplido con tu parte del trato.
 —Así es. He eliminado al objetivo. ¿Qué hay de mi recompensa?
 —Tendrás tu pago, tal y como acordamos.
 —¿Cuál será la forma de...
 —Silencio —interrumpió— Tanto como puedas soñar. Más del que jamás hayas visto. —Dejó una llave frente a él, una llave nueva y pesada.— Tómala. Ahora, largo.
   Sin discutir la orden, el hombre cogió la llave y se puso en pie, levantando el cuello del abrigo para no ser reconocido en el exterior, y salió.
   Afuera le esperaban dos fornidos marineros, delante de un carruaje. Le indicaron con un gesto que subiera, y así lo hizo.
   Tras unos minutos de traqueteo e inquietud, el carruaje frenó suavemente, y se bajó. Los marineros, desde el pescante, señalaron un caserón, agitaron las riendas y se marcharon.
   En la casa, el hombre profirió un silbido.
   El interior de la casa estaba repleto.
   Repleto de chocolate.

jueves, 24 de abril de 2014

Alto, muy alto

   —Volar —dijo él, con la mirada perdida en el infinito de sus ojos.
   Ella respondió lo evidente (¿acaso podía responder otra cosa?).
   —Caer —contestó con sequedad.
   —Volar más alto —siguió, ahora sonriente, casi retador.
   Pero ella no se lo iba a poner tan fácil.
   —Caer desde más alto.
   Esta vez, él lo pensó un poco.
   —Volar todavía más alto—; articuló las palabras lentamente.
   —Caer desde todavía más alto —rebatió ella, exultante.
   —Volar tan alto que podamos escapar.

   Y, sin dejar tiempo a que pudiera elaborar una respuesta coherente, la besó.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Anexo: El colgante

*Atención: El siguiente anexo es meramente informativo, y, como podrán comprobar los desdichados lectores que tengan la desgracia de leerlo, no tiene pretensiones de calidad literaria alguna. Rogamos nos disculpen, y les aseguramos que la junta de dirección considerará la posibilidad de rehacerlo de forma que sea, como mínimo, agradable a la vista. Un saludo cordial.
**Atención (de nuevo, por favor): El anexo ha sido remodelado ya, y ahora que es legible, nos atrevemos a calificarlo incluso de decente. Disculpen las posibles molestias ocasionadas por los desatinos del autor. Un segundo, pero no por ello menos cordial saludo (:
Mi cadena

   Comenzaba la primavera; corría el mes de Abril. Yo estaba persiguiendo un sueño, y en mi camino hallé algo. Dado que podía ser una pista para encontrar aquello que buscaba, lo recogí, sorprendido, y lo tomé entre mis manos con delicadeza. Allí, entre todo el ruido de la ciudad, entre un edificio y el cauce de un río, entre dos losas de un blanco casi marchito, entre dos pequeños, jóvenes brotes de una planta, estaba.
   Era un trocito de mi escurridizo sueño, que se había caído y había quedado olvidado en el suelo.
    Como quien ha encontrado un tesoro, guardé la tuerca, pensando en cuánta suerte había tenido de ser encontrada. Me dije que algo así no podía ser abandonado y que, de hecho debía estar en un lugar importante. Por eso compré una cadena de metal frío e inerte, que, con mi corazón cálido y vivo, llené de  deseos, afanes, esperanzas, quimeras, utopías e imposibles.
   La introduje a través de la tuerca y, con el propio esfuerzo de mis manos, uní los extremos y la coloqué alrededor de mi cuello. Un círculo perfecto de anhelos y fantasías, con mi sueño junto al pecho, recordándole a mi corazón por qué late. Una cadena sin principio... Ni fin.

    Y así fue como acabé llevando un pedacito de dulce felicidad alrededor del cuello.

jueves, 20 de marzo de 2014

lunes, 17 de febrero de 2014

Histeria

   En las profundidades, una figura extraña y oscura, gigante y terrible, comienza a desperezarse entre las sombras. Los demás seres huyen, despavoridos, pero no pueden escapar de su desesperada ira, de su ansia de sufrimiento.
   Mientras se mueve, en la negrura fluye la sangre a ríos, porque la desalmada bestia sangra: sangra por las fauces, los ojos, la cola y los costados.
   Se mueve veloz, baja cayendo en picado, da bandazos tratando de evitar la muerte, pero su fin ya ha llegado.
   Las heridas dejan de sangrar, convirtiéndose en cicatrices abiertas. La piel del monstruo se rasga en pedazos, para dejar al descubierto un nuevo engendro, que ataca con furia mayor que el anterior, y, en mortífera danza, asesina al ritmo de una melodía infernal, vuelve truculenta el agua haciéndola rebosar de cadáveres.
   Y, enloquecida, pero endiabladamente armoniosa, la criatura se pierde con su demencia hacia el abismo al que se abre la sima.

jueves, 23 de enero de 2014

Cítrico

   Sentada en el banco, con la espalda erguida y las piernas cruzadas, sostenía la fruta entre sus finas manos. El pelo, que le caía en cascada sobre los hombros, refulgía con cada furioso rayo de sol, y el vello de sus níveos brazos estaba erizado a causa de la brisa.
   Dejando a un lado los preliminares, en visible ansia contenida, comenzó a desvestir a la madarina de su piel, comenzando por arriba y girándola con elegante parsimonia según los trozos iban cayendo a su alrededor con lentitud.
   Desnuda la fruta, las puntas de los dedos manchadas como prueba irrefutable del lascivo pecado, separó los pedazos por la mitad, salpicando un poco en su dulce cara, una solitaria gota de rocío violando la blancura del pómulo.
   Atrajo los gajos a su boca, y fue sumergiéndolos en esas rojas y ávidas curvas, masticando muy despacio; un descarado descuido provocó que una apasionada pareja de goterones de jugo hicieran compañía a la pícara lágrima naranja, resbalando sinuosos y enardecedores desde las comisuras de los labios. 
   Los párpados cerrados no hacían sino acentuar la excitación del momento; el último gajo penetraba suave en su boca, haciendo temblar el labio inferior de forma lujuriosa, cerrándose una vez más esa boca, sólo para volver a entreabrirse curvándola ligeramente hacia arriba, al tiempo que los ojos, esas piedras preciosas, se abrían y, tímidos y asustados, sin poder refugiarse ya la atención en la fruta, los ojos de aquella criatura, esos ojos provocativos, se clavaban en mí, misteriosos, sugerentes, interrogantes, como preguntándome qué iba a ocurrir a continuación...