jueves, 23 de enero de 2014

Cítrico

   Sentada en el banco, con la espalda erguida y las piernas cruzadas, sostenía la fruta entre sus finas manos. El pelo, que le caía en cascada sobre los hombros, refulgía con cada furioso rayo de sol, y el vello de sus níveos brazos estaba erizado a causa de la brisa.
   Dejando a un lado los preliminares, en visible ansia contenida, comenzó a desvestir a la madarina de su piel, comenzando por arriba y girándola con elegante parsimonia según los trozos iban cayendo a su alrededor con lentitud.
   Desnuda la fruta, las puntas de los dedos manchadas como prueba irrefutable del lascivo pecado, separó los pedazos por la mitad, salpicando un poco en su dulce cara, una solitaria gota de rocío violando la blancura del pómulo.
   Atrajo los gajos a su boca, y fue sumergiéndolos en esas rojas y ávidas curvas, masticando muy despacio; un descarado descuido provocó que una apasionada pareja de goterones de jugo hicieran compañía a la pícara lágrima naranja, resbalando sinuosos y enardecedores desde las comisuras de los labios. 
   Los párpados cerrados no hacían sino acentuar la excitación del momento; el último gajo penetraba suave en su boca, haciendo temblar el labio inferior de forma lujuriosa, cerrándose una vez más esa boca, sólo para volver a entreabrirse curvándola ligeramente hacia arriba, al tiempo que los ojos, esas piedras preciosas, se abrían y, tímidos y asustados, sin poder refugiarse ya la atención en la fruta, los ojos de aquella criatura, esos ojos provocativos, se clavaban en mí, misteriosos, sugerentes, interrogantes, como preguntándome qué iba a ocurrir a continuación...