viernes, 13 de marzo de 2015

De tu más allegada

  Me das asco. Deberías saberlo. O asumirlo ya, no lo sé.

  Al principio me pareciste simpático e interesante. Incluso, recuerdo, te hice un cumplido al respecto. Pero luego, tú solo lo estropeaste todo.
  Exageraste tu alegría, exageraste tu personalidad, exageraste tu supuesta melancolía y tu comportamiento. Te volviste intrusivo, agobiante; una sombra constante cuya única intención era impresionarme, llamar mi atención. No quisiste entender que no hacía falta, que no era lo que yo quería. Ni siquiera pensé en buscar eso en ti, pero tú insistías.
  Trataste de acercarte a mí con pequeños trucos, indirectas, preguntas y propuestas para conseguir que me picara la curiosidad por ti. Pretendías parecerme misterioso; ansiabas que te preguntara qué te pasaba, si estabas bien, si podía hacer algo por ti. Y si alguna vez lo hice, fue porque me pareció la forma más humana de comportarme, y no por afán de crearte ilusiones.
  Pero tú seguiste insistiendo, llamando a mi puerta incansablemente, como intentando partir una piedra con una pluma, sin hacer progresos.
  Y cuando, sorprendido, comprendiste que tu presencia y tu fingida tristeza no bastaban, en lugar de darte por vencido, seguiste presionando, un poco más.
  Intentaste hablar directamente conmigo, buscar el contacto físico, mi roce, mi piel, tratando de crear lazos, bromas que nos unieran, sin pensar en lo que yo quería.

  Y así, tan lentamente que sólo yo, desde fuera, me di cuenta, fuiste cambiando tú mismo, cambiando para ser más acorde a lo que creíste que yo esperaba de ti, a lo que pensaste que podía gustarme, pero sin preguntarme. Poco a poco, te fuiste convirtiendo en todo lo que habías dicho detestar, en todo aquello que habías jurado que jamás serías. Un hipócrita, una víctima, un exagerado, un vanidoso, un soso. Alguien despreciable, basto, tosco.
  Uno más, nada más.