miércoles, 31 de julio de 2019

De caracoles y botas

La tierra está mojada. El caracol marcha despacio, cruzando el camino. Está concentrado en llegar, emplea en ello todas sus energías y se va arrastrando lentamente, dejando un leve rastro de mucosidad.
No hay signos de escarabajos; no se oye ninguna serpiente. Solo el caracol, cruzando el camino muy lentamente.

De pronto, la tierra tiembla con las pesadas pisadas de unas botas. Es una grupo de hombres, o unos cuantos niños jugando a pillarse, o cualquier otra cosa. El caracol no lo sabe, claro, y de hecho ni siquiera tiene por qué saber que representa un peligro para él. ¿Qué hacer? ¿Seguir arrastrándose a ese ritmo? ¿Esconderse y esperar a que todo haya pasado? ¿Qué puede hacer un simple caracol ante la abrumadora superioridad de la bota? ¿Qué sabe un caracol de botas, o de humanos, o de pesos inconcebibles contra los que su concha de nada servirá?

Puede esconderse en esa concha y, en su ingenuidad, en su ignorancia, confiar en que eso le salvará. Pero haga lo que haga será inútil: la única posibilidad que tiene, suerte aparte, es que la bondad del ser humano le salve de una muerte segura.
La existencia misma del caracol depende por entero de que el ser humano le reconozca como otro ser sintiente, como un ser que tiene intereses y miedos, por sencillos que sean, y tome la decisión de respetarle, pese a todo. Pese a lo fácil que sería no hacerlo. Pese a lo irrelevante que sería, para el humano en cuestión, no hacerlo, pisarlo sin más e ignorar lo ocurrido.

¿Nos merecemos confianza alguna por parte de los animales?