sábado, 23 de agosto de 2014

Plácidamente

 Crepitaba un fuego en el hogar, frente a mí. Su calidez obraba en mí una sensación de bienestar, al tiempo que respaldaba la agradable e inocente seguridad  de que estaba a resguardo. Hallábame sentado en una silla de madera noble que comprara años atrás; fresca contra mi espalda, como tratando de equilibrarse con el manso fuego. Mis ojos estaban cerrados, mas no dudaba yo de todo esto.
 En efecto, no hubo duda alguna acerca de dónde me encontraba hasta la brisa. Esa sola caricia del viento bastó para devolver mi mente a otro lugar y me obligué a abrir los ojos.

 Me obligué a abrir los ojos, y de pronto todo era luz, y no era luz como la del fuego; aquella luz ardía en los ojos y la piel. Mi cara fue deformada hasta convertirse en una mueca de puro horror; minúsculas agujas de luz se hundían despiadadamente en mis pupilas y mi boca se abrió para proferir un grito, un alarido de dolor que quedó atrapado en mi garganta seca y martirizada. Un huracán tronaba en mis oídos y, al tratar de tomar aire, boqueé impotente, incapaz de respirar aquel aire tóxico. Cada punto de mi cuerpo era presa de un terrible escozor que me hacía desear morir, y sentía arañazos en todas aquellas partes que no tocaban la silla, puesto que la madera fresca era ahora metal al rojo, abrasando y despellejando mi carne. Hervían mis lágrimas, mi pelo se consumió en llamas, se carbonizaron mis uñas.

 No sé por qué cuento esto. Al fin y al cabo, sólo soy un cadáver deshecho.

Un paseo por el bosque

   Llegaron por detrás.
   Oí sus pesadas botas partiendo las ramas del suelo del bosque mientras corrían hacia mí. Eran tres como mínimo, no más de cinco. Esperé.
   Giré sobre mis talones en el momento justo, aprovechando la inercia para golpear con fuerza la cara de mi primer oponente con los nudillos, partiéndole la nariz. Cayó al suelo de rodillas, tratando de contener la hemorragia.
   En ese instante, el segundo se abalanzó sobre mí y, tras esquivarlo, lo empujé encima del otro, aplastándolo. Clavé la rodilla en su espalda hasta que dejó de revolverse y le pegué una patada en la cabeza.
   El tercero y el cuarto atacaron simultáneamente, intentando pillarme desprevenido, pero yo ya estaba preparado. Me lancé al cuello de uno para colocarme a su espalda y, tras retorcerle los brazos hasta rompérselos, me encaré con el cuarto.
   Éste bloqueó los cuatro golpes rápidos dirigidos al pecho, pero no pudo prever la patada en la espinilla hasta que ya fue tarde. Se desequilibró y, cuando estuvo en el suelo, le partí las piernas.
   Iba a ponerme en pie cuando algo me empujó por detrás, haciéndome caer torpemente hacia delante. El quinto.

   Me puse en pie de un salto y caí sobre él en una ráfaga de golpes dirigidos a la cabeza, las manos, el estómago, la entrepierna. Antes de que pudiera morder el polvo lo agarré del pelo y lo arrastré hacia un árbol. Allí, estrellé metódicamente su rostro contra la corteza hasta que quedó convertido en una masa informe y sangrante. Y un poco más. Tras esto, se quedó satisfactoriamente inmóvil. Lo solté.

   Jadeé con suavidad.

sábado, 16 de agosto de 2014

Dos extraños

   Había un joven. Caminó unos cientos de metros por la playa y se sentó lejos de la orilla, en la arena seca, sintiéndose casi tan polvoriento como ésta.
   Era una noche única. El mar estaba embravecido; la luna brillaba con fuerza en el cielo del sur; y al norte los relámpagos de una tormenta iluminaban unos negros, gigantescos nubarrones que se acercaban.
   El joven contempló impasible aquel espectáculo. Toda aquella belleza. Miró las olas con semblante sereno, intentando con todas sus fuerzas captar una chispa de emoción, de sobrecogimiento, quizá incluso de miedo. Intentando llorar, gritar, enfurecerse. Intentando sentir algo. Pero todos sus esfuerzos fueron en vano: no logró un parpadeo, una mísera lágrima.

   Dirigió una mirada cansada hacia el cielo, cerca de la luna. Justo entonces, pasó una estrella fugaz por aquella franja del cielo oscuro. Se levantó y echó a andar por la orilla.

   Al cabo, encontró a una mujer, también joven. Se acercaron lentamente, como lo habrían hecho dos animales temerosos, pero de pronto sus ojos, los ojos de dos desconocidos, brillaron en señal de reconocimiento. Sin mediar palabra, se tumbaron en la arena y se besaron. Ella no era perfecta; tampoco lo era él. Sus besos sabían a soledad, a melancolía, pero eran suaves bálsamos para su mutuo dolor.
   El la miró a los ojos y le dijo que la amaba.

   Después se separaron, cada uno por su lado, y ambos pidieron el deseo.

martes, 12 de agosto de 2014

La añoranza

   Cuando te encuentre, te abrazaré tan fuerte que te haré daño. Saltarás a mis brazos y yo te atraparé en el aire y te sujetaré contra mi pecho para que nunca, nunca más, te vayas de mi lado.

   La fuerza del abrazo será tal que los ojos se te saldrán de las órbitas; se partirán entre crujidos y chasquidos tu columna y tus costillas. Éstas perforarán tus pulmones y penetrarán en ellos. Sangrarás por la nariz y, con tu último hálito de vida, tratarás de revolverte. Patalearás contra mis piernas; aporrearás mi espalda con tus puños. Intentarás arañarme incluso, tus ojos desenfocados buscarán algún lugar donde herirme. Pero de nada servirá, amor mío.
   Y  seremos felices y comeremos perdices.
   Fin.