A nadie le gustaba descansar, pues era algo que se hacía en soledad.
Al aire libre, aislado de los ensordecedores ruidos de las máquinas y la tranquilizadoramente banal charla de los compañeros.
Por si eso fuera poco, no estaba permitido sacar nada para seguir trabajando.
Algunos chillaban y aporreaban la puerta para escapar del inhóspito silencio del descanso.
Otros lloriqueaban y se encogían en un rincón hasta que pasaba el suplicio.
Algunos chillaban y aporreaban la puerta para escapar del inhóspito silencio del descanso.
Otros lloriqueaban y se encogían en un rincón hasta que pasaba el suplicio.
Aquel hombre, sin embargo, se dominaba y aguantaba estoicamente el tiempo necesario.
Mas, una tarde; aquella tarde, ocurrió algo.
Miró hacia el cielo y se deslumbró por sus colores.
Miró hacia el cielo y admiró la inmensidad de las nubes, y sus formas.
Miró hacia el cielo y se asombró de distinguir los planos en los que se deslizaban éstas con suavidad absoluta, como empujadas, moldeadas, por manos invisibles.
Miró hacia el cielo y se maravilló de ver cuatro tonalidades de naranja, seis de blanco y tres de añil.
Miró hacia el cielo y encontró un solo pájaro planeando con gracia, y deseó volar en libertad.
Miró hacia el cielo, hacia aquel inabarcable y majestuoso cielo, y se sobrecogió ante su propio, diminuto tamaño.
No obstante, recordó entonces las sabias palabras que le habían enseñado en la escuela; la futilidad de todo aquello.
Y, como el eficiente trabajador que era, volvió sonriendo a su interesante y productiva labor, ignorando la lágrima que rodaba por su mejilla.
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