martes, 24 de junio de 2014

Infancia

   Sueño, y sueño que vuelvo a mi infancia, a aquella casa donde pasé grandes veranos.
   La escalera metálica sube hasta el piso, y allí me espera mi abuela sonriente, con los brazos abiertos, pero cuando llego hasta ella, no me reconoce. Se desvanece.
   Entro en el salón: a mi derecha, la vieja chimenea apagada; a mi izquierda,  la lámpara de araña. Avanzo por el pasillo, pasando al lado de mi habitación, cuyas camas polvorientas me son extrañas. Pienso que son las sábanas, que ya no son las de antes. Dejo atrás el baño, su puerta entreabierta, el espejo picado donde jugaba a escaparme de mi reflejo.
   Y, al fondo del pasillo, la veo: la habitación de mis padres, con sus cajas y cajas de juguetes, escenario de mil batallas, de épicas victorias y malvados personajes. Pero cuando entro, me doy cuenta de que hay algo a mi izquierda.
   La puerta se cierra, la habitación entera ha cambiado, y, ladeado sobre la cama, tu cuerpo yace cara a mí. Una camiseta larga, gris y muy fina, te cubre desde los hombros hasta los muslos, marcando, resaltando tus curvas, jugando con tu figura.
   Mi llegada no te sorprende; clavas tu mirada en mí, demandando mi atención, mi tacto, quizá algo más.
   Extiendes tu mano, pero las barras de madera de la cabecera de la cama se han combado y retorcido hasta convertirse en caballos de carne y hueso, que piafan furiosos. Te tomo de la mano.
   Y todo arde.

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