miércoles, 5 de noviembre de 2014

Periquitos, periquitos.

  Yo solía tener dos periquitos.
  Los recogí de la calle cuando eran apenas crías. Spark era verde hoja, y Lina tenía el plumaje azul, con tonos rojizos.
  Tenían una jaula muy grande, para que no se sintieran presos. Estaban muy enamorados, y se pasaban el día jugando y cantando, revoloteando de un lado a otro con aquella energía inagotable. Los llevaba al parque y les daba de comer.

  Pero un día, en verano, ocurrió algo terrible. Estaba leyéndoles un cuento en el balcón, y abrí la puerta de la jaula para acariciarlos, porque parecía que se estaban quedando dormidos.
  Antes de que pudiese reaccionar, un borrón verde pasó ante mí, volando como una flecha hacia su libertad. Cerré la puerta rápidamente, quedándome allí plantado. Viendo cómo se alejaba, cómo batía sus alas. Esperamos durante días a que volviera, pero nunca lo hizo.

  Después de aquel día, Lina no volvió a ser la misma. Ya no cantaba, no daba sus graciosos saltitos, comía menos. Dejó de volar.

  Me pidió que hiciera algo, y tal vez por eso le prendí fuego.

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