viernes, 1 de noviembre de 2013

Jugar al ahorcado

   Ya estaba todo listo. El soporte en el techo (le había llevado días colocarlo y asegurarlo), la silla desde la que se dejaría caer (en a que él siempre se sentaba), la soga que habría de acabar con su vida (en un extremo el lazo, en el otro la pata de un pesado armario) y el gas de la risa (le había llevado semanas y dinero conseguirlo). Siempre quiso probar el gas de la risa antes de morir.
   Miró hacia la ventana. Hacía un día perfecto para despedirse. Después miró el pequeño montón de cartas en su escritorio, escritas a todo aquel a quien quisiera decirle algo relevante con calma. "No recuerdes por qué lo haces. No te pongas sentimental. No te eches atrás ahora", se recordó a sí mismo. Empezó a tararear una alegre melodía mientras hacía los últimos preparativos, dejándolo todo limpio y ordenado, con la puerta entreabierta para que, quienquiera que descubriera lo ocurrido, no tuviera problemas al entrar. Se había planteado llamar a los servicios de emergencia, pero al final decidió no hacerlo, por dos razones. Por deferencia con la persona que tuviera que escuchar sus últimos estertores y, sólo por si acaso, por si le convencían de no hacerlo.
   Volvió a mirar por la ventana. Era el momento. Extendió las cartas para que se vieran bien los destinatarios, y colocó el cartel con la frase: "Coge la tuya. Si quieres." "Éxito rotundo", pensó. No había dejado ningún cabo suelto. Rememoró el desayuno, digno de un rey, que había tomado aquella mañana temprano. Se plantó frente a la silla. Subió con el bote de gas en la mano. Rezó una corta oración mientras introducía la cabeza a través de la lazada; notaba la cuerda áspera en torno al cuello, rozándole la piel.
   Cerró los ojos.
   Abrió el gas.
   Se dejó caer.

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