viernes, 28 de junio de 2013

Del loco que era algo más que eso 1/2

   Una vez, hace mucho tiempo, mi trabajo me impidió salir a dar mi paseo de los martes, así que, para no faltar a la costumbre del paseo semanal, decidí que pasearía al día siguiente, un miércoles. Por aquel entonces, yo daba mis paseos por el cauce antiguo del ya seco río de mi ciudad natal, de la que más tarde emigré. Bien, motivado por el hecho de estar cambiando algo significativo en mi rutina, cambié también la dirección que tomarían mis pasos. Aquel día caminé río arriba, y tras un rato de andar por el tramo que estaba descubriendo, me paré cerca de una pequeña colina, porque vi a un loco. Nunca había tenido la oportunidad de ver a ninguno; al menos, en la vida real, y me sorprendió que anduviera solo.
   Tenía una vieja mochila a su lado, en el suelo, y agitaba los brazos sin dejar de mirar a la parte superior del muro que tenía delante. Como si esperara algo. Como si, de repente, algo o alguien fuera a caer en sus brazos. En verdad se creía que tal cosa iba a pasar. Daba lástima. Más tarde, y tras un rato de hacer aspavientos y prometer a puro grito que lo iba a recoger, fuera lo que fuese, lo recogió. Durante un momento, pensé que podría estar ensayando, pero entonces se giró, y vi que tenía los ojos llorosos, y la mirada perdida. Después, entre risas, bajó la colina rodando de lado y se sentó en la hierba. Vovía a reír, hablando en voz alta, ignorando las lágrimas que corrían por su cara, como si no fueran suyas.
   Se levantó, y yo, llevado por una intensa curiosidad, lo seguí. Andé detrás de él unos minutos, y mi pequeño esfuerzo se vio recompensado cuendo se tiró en la hierba. Sacó unos papeles de su gastado macuto para enseñárselos a su imaginario compañero, señalándolos y comentando. Sí, estaba manteniendo una conversación. Esperé más de lo que debería haberlo hecho, y al final se levantó y se fue, dando el aspecto de una persona normal.
   Me fui a casa, sin dejar de reflexionar sobre el tema. El miércoles siguiente me pudo el ansia de saber más, por lo que volví a presentarme en el lugar. Y allí estaba él, repitiendo exactamente lo mismo. La misma mochila, la misma mirada.
   Y así, miércoles tras miércoles, sin faltar ni un sólo día a mi cita, iba a ver al loco, al que apenas parecía importarle mi presencia, o mi mera existencia.
   Acabé aprendiendo de él. Aprendí perseverancia. Hiciera el tiempo que hiciera, él se personaba allí y representaba su función. Durante doce años (tiempo en el que, dicho sea de paso, ambos envejecimos), vi a mi loco hacer sus locuras, tratando de encontrarles algún sentido. Llegué a la conclusión de que su propósito debía ser algo inmensamente importante para él, si es que existía tal propósito.
   Recuerdo bien el último día. El loco, ya mayor, representó la función una vez más, y al acabar, en lugar de salir corriendo, se me acercó, y dirigiéndome una mirada completamente lúcida, depositó en mis manos una carta escrita de su puño y letra. Jamás volví a dudar de la cordura de aquel hombre.

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