sábado, 26 de agosto de 2017

Plátanos blanduzcos (o "Conclusión: la poesía es lo que te dé la gana")

He vuelto a hacerlo. A medicarme, quiero decir.
Es cada año peor. A los dolores localizados, intermitentes pero muy intensos, se suma ahora que mis ideas y pensamientos están enfermos.  Las ideas guardan cama y no se les ve el pelo, pero los pensamientos vienen a verme aquejados de dolencias extrañas: "siento que me derrito y despachurro", "no sé a dónde tengo que ir, ¿qué vas a hacer conmigo?", "no sé dónde empiezo y dónde acabo, me pierdo en mí mismo y te hago perderte: ¡hago tan mal mi trabajo!"... Algunos se acusan entre ellos de ser la causa de los problemas del conjunto, pero en el fondo todos saben que no es así, que es externo.
Sin embargo, ocurre algo curioso. En el momento en que los examino buscando qué es lo que falla en ellos para que se sientan así, cuando intento entender de dónde sale ese sufrimiento, esa desorientación, esa alienación... No encuentro nada. Es más, cuando los observo individualmente, el primero es sólido y consistente, el segundo sabe perfectamente en qué lugar encaja y el tercero está bien acotado, sin que haya lugar a dudas, y así.

Y aun así... Lo sé. Sé que algo marcha mal. No hay más que mirar por la ventana: las luces de las habitaciones ideales apagadas y los pensamientos dando tumbos por la calle, como si en el momento en que uno deja de observarlos perdieran totalmente el control de sus acciones y sólo pudieran tambalearse intentando avanzar. Como fluidos que se comportan de una forma u otra según se les aplique más o menos presión.

La situación se ha prolongado durante meses y ya se hacía difícil salir sin tropezarse con trozos de ideas. Al final salieron a la calle, en un intento por mejorar su estado, pero los esfuerzos y la exposición al sol les salieron caros: basta con tirar de la manga derecha de una idea para que su cabeza se suelte y ruede por el suelo, pegándose a otras y dejándolo todo perdido de incoherencias: "el tanque si tú hubiecésimos", "hay un ojalita de periódicos que ya quisiera la quesera quesera quesera quesera quesera quesera que será, qué será que sé, Ra, bujía". Bujía es una palabra divertida, pero no tanto como para no sentir que debía sobujionar esta sibuajión.

Así que me dirijo a casa como puedo y como estaba centrado en el asunto, no me perderé ni una sola vez. Cojo un cucurucho de papel de Biblia y me acerco al restaurante nepalí mientras me pregunto si tiene algún sentido esto que hago y digo (si lo hago, tiene sentido que lo diga; si lo digo, no parece demasiado raro que lo haga, pero ¿no es muy forzado y, en dos palabras, excesivamente onírico todo esto que estoy haciendo y contando?). Una vez allí, espero mi turno y, haciendo que se vea el tamaño del cucurucho que llevo, pido educadamente arena de playa, que es lo mejor en estos casos. Por eso es ilegal llevársela de las playas, porque si no lo fuera, cualquiera iría con su cucurucho al primer dolor de cabeza que se presentase. Pero lo mío es más serio.

El dependiente se me queda mirando fijamente mientras se hace el silencio en la sala (no es muy difícil porque no hay nadie más que nosotros doscientos treinta y seis). Sin dejar de mirarme, se dirige a mí con voz pausada: "Disculpe, pero ¿no ve que se está cargando el hilo argumental con tantos saltos? ¿No le parece del todo inapropiado y hasta un poco insolente? [CAMBIO A TUTEO] Mira, sé por qué ha venido: te has enredado en esta patraña porque has perdido toda capacidad de componer  y estás buscando no sabes muy bien qué, no sabes muy bien dónde, para no sabes muy bien qué". Según va diciendo cada una de estas cosas, aparece en sus manos, como por arte de magia, una arena blanca y finísima con la que juega; mira con cierto desprecio la página de la Biblia arrancada, arrugada entre mis manos sudorosas, y lanza la arena al aire con mirada severa. "Habrás traído un poema, por lo menos". Saco del bolsillo trasero mi lista de la compra y se la entrego con aire solemne. Los artículos listados son diferentes cantidades de arena. El dependiente asiente con gravedad. Supongo que, en el fondo, ni él ni nadie sabe lo que es la poesía. Yo tampoco, claro. Pero palabras hay que darle siempre, porque si en algo están de acuerdo casi todos los dependientes de restaurantes nepalíes que venden arena por poesía es que sin palabras no se puede hacer poesía. Yo no estoy muy de acuerdo, pero no es que esté en posición de negociar, así que acato su criterio.

Al llegar a casa, apago todas las luces para poder ver los cigarros del señor del primer piso, que fuma de vez en cuando y hace que el patio de luces apeste. Hoy ha habido suerte. Los tiene preparados y los ha encendido ya: están en unos soportes como de micrófono, en semicírculo para poder fumárselos más rápido. Según va intentando fumar cada uno, yo voy echando la arena, esa arena blanquísima, pura y perfecta, casi mágica, encima de él, de su pelo rancio y su boca horrenda y sobre todo, sobre todo, de los extremos encendidos de los cigarros. Le entra arena en los ojos y se pone a llorar del dolor y la frustración, mientras clama al cielo: "¡Casi dos meses reservándome para este día y llegas tú y haces esto! ¡Lo que hay que aguantarle al crío este!"

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