En efecto, no hubo duda alguna acerca de dónde me encontraba hasta la brisa. Esa sola caricia del viento bastó para devolver mi mente a otro lugar y me obligué a abrir los ojos.
Me obligué a abrir los ojos, y de pronto todo era luz, y no era luz como la del fuego; aquella luz ardía en los ojos y la piel. Mi cara fue deformada hasta convertirse en una mueca de puro horror; minúsculas agujas de luz se hundían despiadadamente en mis pupilas y mi boca se abrió para proferir un grito, un alarido de dolor que quedó atrapado en mi garganta seca y martirizada. Un huracán tronaba en mis oídos y, al tratar de tomar aire, boqueé impotente, incapaz de respirar aquel aire tóxico. Cada punto de mi cuerpo era presa de un terrible escozor que me hacía desear morir, y sentía arañazos en todas aquellas partes que no tocaban la silla, puesto que la madera fresca era ahora metal al rojo, abrasando y despellejando mi carne. Hervían mis lágrimas, mi pelo se consumió en llamas, se carbonizaron mis uñas.
No sé por qué cuento esto. Al fin y al cabo, sólo soy un cadáver deshecho.